La palabra "resiliencia" se utiliza desde los años 70 en múltiples circunstancias, desde las catástrofes naturales hasta la ingeniería, la ecología o incluso la psicología infantil. En el contexto del desarrollo, su uso ha estado muy relacionado con las cuestiones humanitarias, ámbito en el que ha evolucionado considerablemente. La resiliencia de un determinado sistema, organización, individuo o ecosistema puede considerarse como la capacidad respectiva de prevenir, reaccionar y/o recuperarse de una situación extrema. Ante este hecho, la atención prestada a este asunto ha ido cambiando.
Las situaciones de crisis y de vulnerabilidad son cada vez más complejas y la magnitud de las catástrofes naturales y de los conflictos es cada vez mayor, lo que repercute en las necesidades de respuesta, especialmente las de carácter humanitario.
Sin embargo, estos conflictos y catástrofes afectan de forma desproporcionada a los países, las comunidades y las personas más vulnerables, sobre todo a las mujeres y los niños. Se calcula que el 97% de las muertes debidas a catástrofes naturales se producen en los países en desarrollo, donde las estructuras físicas, institucionales y humanas son frágiles.
Quedó claro que las respuestas a esta realidad deben ir más allá de la atención a las necesidades inmediatas de las catástrofes y los conflictos, invirtiendo en la prevención y preparación ante el riesgo de catástrofes, una característica clave de las sociedades resilientes, que crea las condiciones para el desarrollo sostenible.
Fomentar o promover la resiliencia en las personas, familias, comunidades y países más vulnerables tiene como objetivo aumentar su capacidad para gestionar el cambio manteniendo o transformando sus condiciones de vida frente a choques y desastres como fenómenos meteorológicos extremos, erupciones volcánicas, terremotos, sequías o conflictos, sin comprometer sus perspectivas a largo plazo. Se trata, por tanto, de un objetivo que requiere el compromiso de toda la sociedad (gobiernos centrales, autoridades locales, sociedad civil, donantes, sector privado, escuelas y universidades, etc.), ya que se necesitan estrategias integrales (institucionales, políticas, ambientales, tecnológicas, educativas, culturales, sanitarias, sociales, jurídicas, estructurales, económicas), una gran coordinación y articulación en términos de planificación, movilización de recursos y ejecución para reducir el impacto que estas catástrofes tienen en el número de vidas, el sufrimiento, la pérdida de medios de vida y los modos de vida.
Como se señala en el informe del Secretario General de la ONU de la Cumbre Humanitaria Mundial, que tuvo lugar en mayo de 2016, "las personas son los agentes centrales de sus vidas y son los primeros y últimos en responder ante cualquier crisis. Cualquier esfuerzo por reducir la vulnerabilidad de las personas y fortalecer su resiliencia debe comenzar a nivel local, con esfuerzos nacionales e internacionales basados en el conocimiento, el liderazgo y las capacidades locales. Las personas afectadas deben participar y comprometerse sistemáticamente en los procesos de toma de decisiones, garantizando la participación de las mujeres en todos los niveles. Los representantes legítimos de la comunidad deben ser situados sistemáticamente en el nivel de liderazgo en todos los contextos. La gente debe poder influir en las decisiones sobre cómo se satisfacen sus necesidades".
La respuesta a las crisis humanitarias debe ser implementada prioritariamente por sistemas locales y nacionales eficaces, con acceso a los recursos humanos y materiales necesarios para cubrir eficazmente las necesidades básicas de las personas afectadas y tambiéndebe garantizar que los esfuerzos realizados para su recuperación consigan situar a estas mismas personas en un proceso de desarrollo sostenible, rompiendo así el ciclo de la pobreza.